Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan
triste y tan preocupado que su hijo Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún
problema?
—¡Ay!
Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete doncellas y
siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están
condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?
—¿Morir?
Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!
Teseo
reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de Grecia,
acababa de llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro.
Ese monstruo, decían, poseía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro; ¡se
alimentaba de carne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa
odiosa costumbre?
—Debo
hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la guerra
contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año,
catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En
tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas. Enfrentaré
al Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su
hijo.
—¡Nunca!
Tendría demasiado miedo de perderte.
Una
vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de
una trampa de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama
de invencible. Se esconde en el centro de un extraño palacio: ¡el laberinto!
Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente entrelazados que aquellos
que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el
monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó,
y luego, gracias a sus demostraciones de cariño y a su persuasión, logró que el
viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el
puerto de Atenas.
Estaban
acompañados por jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban
pasar el cortejo; algunos gemían, otros mostraban el puño a los emisarios del rey
Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera
de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si
regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así sabré que
estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a
los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los
mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es
normal: eres mi hijo con el mismo título que eres el de Egeo...
Teseo
oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al
despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás allí un
anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo
emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó
el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella,
con el corazón palpitante. De modo que todo lo que le había revelado Poseidón
en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este
descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad. Cuando el navío tocó el
puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de su
corte. Fue a presentarse:
—Te
saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero
que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia
—dijo
el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No.
Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un
murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado.
Reconociendo el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto,
gracias a qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya.
Desconfiado,
refunfuñó:
—¿Te
gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos
vacías: deja tus armas.
Entre
quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada
por la temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con
su vida. Teseo había observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente,
era sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo
de punto que llevaba en la mano.
—Extraño
lugar para tejer —se dijo.
Sí,
Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos
de encima a Teseo, una loca idea germinaba en ella...
—Vengan
a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán conducidos al
laberinto.
Teseo
se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba
durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada.
Una silueta blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó
la identidad del visitante:
—No
temas nada. Soy yo: Ariadna.
La
hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah,
Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el laberinto,
jamás saldrás de él. Y no quiero que mueras...
Por
los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían empujado a
llegar hasta él esa noche. Perturbado, murmuró:
—Sin
embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
—Es
un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo?
¿Qué dices?
—Ah,
Teseo, déjame contarte una historia muy singular...
La
muchacha se acercó al héroe para confiarle:
—Mucho
antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de
engañar a Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en vez de
inmolarle el magnífico animal que el dios le había enviado. Poco después,
mi padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su
venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que se había cometido contra él, le
hizo perder la cabeza a Pasífae y la indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La
desdichada llegó, incluso, a mandar construir una carcasa de vaca con la cual
se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
—¡Qué
horrible estratagema!
—La
continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna temblando—. Mi madre dio
nacimiento al Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese monstruo;
pero quiso esconderlo para siempre de la vista de todos. Convocó al más hábil
de los arquitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...
Impresionado
por este relato, Teseo no sabía qué decir.
—No
creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador de
hombres merece mil veces la muerte!
—Entonces,
lo mataré.
—Si
llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un
largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún más
al joven y le dijo:
—¿Teseo?
¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me llevarías
de regreso contigo?
El
héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey. Pero
él había ido hasta esa isla no para encontrar allí una esposa, sino para
liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco
los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo
podrías acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y
me desposas!
—De
acuerdo. Acepto.
Ariadna
se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella?
¿O se sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba! Le confió mil secretos
que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz
se mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de
tejer.
Frente
a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren!
Es la hora...
Mientras
los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño edificio,
Ariadna murmuró a su protegido:
—¡Teseo,
toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados uno con el
otro.
Tenía
en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe tomó lo
que ella le extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó
su maniobra, comprendió que a ese muchacho y a su hija les costaba mucho separarse.
—¿Y
bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin
responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió a
sus compañeros que vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué
importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron
en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino
que los condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos
por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto
emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido infranqueables
bosquecillos.
—¿Quién
sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la
posibilidad de no llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay,
Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal
que se terminaba llegando siempre al centro! Fue exactamente lo que se produjo.
Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y del sueño,
Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos!
Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?
Los
muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un fuerte
olor a carroña.
—Llegamos
—murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme y, sobre todo,
¡no se muevan de aquí!
Partió
solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano. De repente, salió a una
explanada circular parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más
espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro,
cuyos brazos y piernas poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver
entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las
narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda,
apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura
víctima golpeando la arena con sus pezuñas.
El
suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió.
En el momento en que el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en
el morro un golpe suficiente para liquidar a un buey... ¡pero no lo bastante
violento para matar a un Minotauro!
El
monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a los
dos cuernos para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado,
apretó las piernas alrededor del cuello de su enemigo y, con toda su fuerza,
¡las estrechó!
Privado
de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar los
cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el
suelo. A pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo
no soltaba prenda, tal como Ariadna se lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron.
Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia, tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el
último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa inerte. Su primer
reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus
compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a
salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del
monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo
por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado.
Pero nos espera una muerte lenta: no encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo,
volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que los había conducido hasta
el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios
benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del
otro lado, alguien tiraba con tanta prisa como él. Finalmente, luego de muchas
horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró los cuernos
sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia
él. Se abrazaron. La hija de Minos echó una mirada enternecida al enorme ovillo
desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras
podido enrollarlo mejor...
El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y
sus compañeros se escurrieron entre las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a
dejar escapar con su hija al que mató al hijo de su esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo
va a infligir a Dédalo, ya que su laberinto no protegió al Minotauro como lo
esperaba mi padre2.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño
extraño: esta vez, fue otro dios, Baco, el que se le apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en
una isla. No se convertirá en tu esposa. Tengo para ella otros proyectos más
gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los
dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día
siguiente, la galera debió enfrentar una tormenta tan violenta que el héroe vio
en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra
a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se
calmaran. La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras
Ariadna seguía durmiendo sobre la arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó
partir lo antes posible. Sin la muchacha.
—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de
sus compañeros.
Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas
razones para que Teseo abandonara a Ariadna: seducido por su belleza, ¡quería
convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría con ella cuatro hijos
y que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina
se había prometido, incluso, regalarle un diamante que daría nacimiento a una
de las constelaciones más bellas... Claro que Teseo ignoraba las intenciones de
ese dios enamorado y celoso. Singlando de nuevo hacia Atenas, se acusaba de
ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había hecho... Apostado
a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con
la mano como visera encima de los ojos:
—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve
de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!
Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su
puerto. Loco de esperanza y de inquietud, el viejo rey Egeo acudió a los
muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el
guardia—. ¿Puedes ver las velas y decirme cuál es su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se
arrojó al mar y se ahogó. Cuando la galera atracó, acababan de conducir el
cuerpo del viejo Egeo a la orilla. Teseo se precipitó hacia él. Adivinó
enseguida lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por
piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La
tristeza que invadió a Teseo le hizo olvidar de golpe su reciente victoria
sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de perder a una
esposa y a un padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los
atenienses, inclinándose.
El nuevo soberano se recogió sobre los restos de
Egeo. Solemnemente, decretó:
—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de
mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del
Minotauro regresó de Creta, el mar que baña las costas de Grecia lleva el
nombre de Egeo. Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla
desierta. En el día naciente, vio a lo lejos las velas oscuras de la galera que
se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el
horizonte. Comprendió, entonces, que nunca volvería a ver a Teseo. Sola en la
playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente sobre la ingratitud
de los hombres. Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada. Retomó
las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella ignoraba,
puso nuevamente manos a la obra.
Tejía a la vez
que lloraba.
0 lectores participaron: